viernes, 16 de mayo de 2014

EL RETO DE UN MARATÓN


Tengo cuarenta y seis años y muchos de ellos los he dedicado a competir en triatlón. En ese tiempo de actividad deportiva llegué a completar dos ironmans además de participar en unos cien triatlones de diferentes distancias. Mi inquietud deportiva me llevó a probar también en varias carreras de montaña de larga distancia y en tres maratones diferentes. Pero desde que decidí "retirarme" de la competición llevaba más de diez años realizando sólo deporte en plan mantenimiento, ya se sabe, como máximo cuarenta minutos de carrera continua, o una hora y media de bicicleta a ritmo medio. También participaba de vez en cuando, cada vez más de vez en cuando, en alguna prueba popular de atletismo organizada en Vitoria, mi ciudad de residencia. 

Mi vida discurría así de plácida, así de rutinaria, hasta que faltando una semana decidí que participaría con un dorsal prestado en la presente edición de la maratón de Vitoria. La idea me vino a la mente disfrazada de reto. También era una pequeña locura que no sabía si se volvería en contra mía como un boomerang. No obstante decidí arriesgarme y la semana previa a la maratón, esa en la que todo el mundo comienza a rebajar sus entrenamientos, opté por realizar un par de entrenamientos de larga distancia para saber si era capaz de resistir un mínimo de tiempo corriendo. 

El primer test lo realicé el domingo y la idea era completar un recorrido de dos horas por los montes y pistas cercanos a mi ciudad. Los primeros kilómetros los corrí de forma agradable, dosificando el esfuerzo, pero a medida que iba sumando kilómetros y subiendo cuestas, mis piernas notaban el cansancio que se traducía en una bajada del ritmo que no presagiaba nada bueno. Pensaba que una vez que tomara el camino de regreso en franco descenso hacia casa, recuperaría fuerzas y motivación para completar el objetivo inicial. Pues no, las sensaciones cada vez eran peores y las ganas de acabar dominaban cada vez más mi mente. Por fin llegué a casa después de correr veintiún kilómetros durante una hora y cincuenta minutos. El ritmo que marcaba el gps era de cinco minutos y doce segundos el kilómetro, mucho más de lo que esperaba. Estaba claro que ese era mi estado de forma real y no se correspondía en nada con el que deseaba. Al día siguiente, como era previsible, tenía las piernas llenas de agujetas y la moral vacía de motivación. Menos mal, me consolaba, que a mi amigo lesionado y dueño del dorsal no le había comentando nada, ya que hasta ahora todo era un proyecto que llevaba en el más completo silencio.

El martes me encontraba mejor físicamente y decidí que había que hacer otro entrenamiento largo para saber si había mejorado mi estado de forma actual. Sabía que no había más margen de maniobra, que el plazo para participar en el maratón no se podía estirar más. Estaba vez elegí un recorrido más suave para evitar un sobresfuerzo innecesario. Iba sumando kilómetros a un ritmo cómodo y las sensaciones no eran malas. Teniendo en cuenta que la maratón se corría cinco días después opté por ser prudente y dí por finalizado el entrenamiento después de hora y media y 19 kilómetros. El ritmo medio en esta ocasión fue de 4:50 el kilómetro y las posibilidades de poder correr la maratón había ganado muchos enteros. No obstante, había que esperar al día siguiente y comprobar si la recuperación era la idónea para afrontar este reto.

Y sí, un día después las piernas no se me habían convertido en dos bloques de hormigón armado. Ahora sí (la palabra sí sonaba eufórica en mi mente), el objetivo estaba cada vez más cerca. Llamé a mi amigo lesionado para contarle mi proyecto y fue como hablar con un alma gemela. Por supuesto, me cedía gustosamente el dorsal para mi pequeña aventura. Ya sólo faltaba dar los últimos pasos: el jueves carrera continua durante cuarenta y cinco minutos a ritmo suave. Viernes y sábado descanso. Y el domingo, la maratón.
Próximamente segunda parte: "Me llamo Juan Carlos".

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