Hay
que madrugar mucho para correr en una maratón. Teniendo en cuenta que la
carrera comienza a las nueve de la mañana, es necesario poner el
despertador a las seis para desayunar con tiempo. Parece exagerado, pero
los preparativos previos a la maratón van consumiendo los minutos poco a
poco, y cuando te quieres dar cuenta hay que salir corriendo de casa
para no sufrir los nervios de última hora. Uno de esos preparativos es
poner el chip en las zapatillas y coser con imperdibles el dorsal a la
camiseta. Mi dorsal, bueno el de mi amigo, indicaba su nombre: JUAN
CARLOS. Ya me advirtió mi amigo cuando me pasó el dorsal que más de una
persona del público me animaría por mi "nuevo" nombre. Bien, este
domingo me llamo JUAN CARLOS.
Estoy
en la línea de salida junto a más de cuatro mil atletas. No todos
corremos la maratón. La organización ha previsto que salgamos juntos
tanto los corredores de la
carrera de 10 kilómetros, los de la media maratón y los de la maratón.
Los minutos previos al pistoletazo de salida relajo mi respiración
mientras escucho una selección de música en mi ipod. Música cañera para
motivarme durante todo el recorrido de la maratón. Por fin dan la
salida. Desde el primer kilómetro intento llevar mi ritmo, ese paso que
me permitirá llegar a la meta en tres horas y media.
Todo
marcha bien hasta que en el kilómetro diez comienzo a notar
molestias en un dedo de mi pié derecho. ¡Alarma, me está rozando el
vendaje! Intento olvidarme del tema, pero soy consciente de que la he
cagado, que no hacía falta vendarme el dedo y sí un poco de vaselina para evitar
las rozaduras. No importa, repito para mí mismo varias veces la frase de
fuerza de esta maratón: "correr o morir". Es una frase entresacada del
libro homónimo de Kilian Jornet. "Correr o morir, correr o morir, correr
o morir..." Y así llego hasta la media maratón salvando este momento de
crisis. Paso por este punto con un tiempo por debajo de la hora y
cuarenta y cuatro minutos. Lo jodido es que tengo que mantener este
ritmo durante otra media maratón. "Correr o morir, correr o morir".
Los
kilómetros se suceden y mi zancada se acorta un poco por el cansancio
acumulado. Sobre el décimo kilómetro me he comido un gel para no perder
el ritmo, ese paso interiorizado por todo maratoniano que se precie para
conseguir llegar a meta en el tiempo estimado. Ahora que paso por
el kilómetro 25 siento que mi energía se desvanece y que necesito un
"doble chute".
El
kilómetro 36 pasa justo por debajo de mi casa. En ese momento coincido
con otro atleta que va como una moto y que me sobrepasa animándome con
la típica frase de que ya no queda nada. Tiene gracia. Le comento que me
dan ganas de parar, ya que estoy tan cerca de casa, y él parece no
creérselo. Pienso que esas son las anécdotas que luego uno recuerda
cuando pasan los días. Pienso que aparte de repetirme constantemente la
frase "correr o morir" para darme ánimos, también es bueno desviar mi
mente del sufrimiento con anécdotas como ésta. En ese tramo de la
carrera acelero un poco el paso, intento esbozar una sonrisa en mi cara y
saludo a los conocidos como si todavía estuviera con las
fuerzas intactas. Puro maquillaje. Cuando giro hacia otra avenida, fuera ya de mi barrio, recupero mi ritmo pausado.
Me
acerco a los últimos tres kilómetros de la maratón y la carretera se
empina más de lo deseado. En esos duros momentos uno está solo con sus
miserias. No consuela ver como otros corredores tienen que parar su
carrera para estirar sus fatigados músculos, o en el peor de los casos,
solicitar la ayuda del público porque los dolorosos calambres le han
obligado a tumbarse en el suelo. ¿O sí? A estas alturas de la carrera el
instinto de supervivencia está por encima de cualquier empatía, incluso
por encima de cualquier atisbo de solidaridad mal entendida, sobre todo
cuando sientes como tus piernas también están al límite y los calambres
pueden paralizarte en cualquier momento. Vamos, que en estas
circunstancias no está uno para ayudar a los demás. Eso sí, creo que en
esta fase de la maratón todos los corredores supervivientes tenemos en
nuestros pensamientos al diseñador del circuito. ¿Quién cojones ha
diseñado un circuito reservando las cuestas más duras para el final? Ni que
el sufrimiento fuera gratuito.
Una
vez pasado el trago encaro el último kilómetro corriendo pareado con una
maratoniana. Se la ve más fresca que yo, y tan simpática, que va
sonriendo a todo el mundo. Me alegra estar en su compañía. Hablamos de
lo común, de que ya no queda nada, de que los calambres no me dejan
correr más rápido, de que gracis por el agua pero que no te puedo
seguir. ¡¡¡Ahhh, amago de calambre en la pierna derecha!!! ¡¡¡Ahhh,
ahora en la izquierda!!! ¡Correr o morir, correr o morir! ¡Por fín la
recta de meta! Oigo por megafonía que Juan Carlos ha llegado en tres
hora y media, a cinco minutos el kilómetro. ¡Objetivo cumplido!