martes, 20 de mayo de 2014

ME LLAMO JUAN CARLOS



Hay que madrugar mucho para correr en una maratón. Teniendo en cuenta que la carrera comienza a las nueve de la mañana, es necesario poner el despertador a las seis para desayunar con tiempo. Parece exagerado, pero los preparativos previos a la maratón van consumiendo los minutos poco a poco, y cuando te quieres dar cuenta hay que salir corriendo de casa para no sufrir los nervios de última hora. Uno de esos preparativos es poner el chip en las zapatillas y coser con imperdibles el dorsal a la camiseta. Mi dorsal, bueno el de mi amigo, indicaba su nombre: JUAN CARLOS. Ya me advirtió mi amigo cuando me pasó el dorsal que más de una persona del público me animaría por mi "nuevo" nombre. Bien, este domingo me llamo JUAN CARLOS.

Estoy en la línea de salida junto a más de cuatro mil atletas. No todos corremos la maratón. La organización ha previsto que salgamos juntos tanto los corredores de la carrera de 10 kilómetros, los de la media maratón y los de la maratón. Los minutos previos al pistoletazo de salida relajo mi respiración mientras escucho una selección de música en mi ipod. Música cañera para motivarme durante todo el recorrido de la maratón. Por fin dan la salida. Desde el primer kilómetro intento llevar mi ritmo, ese paso que me permitirá llegar a la meta en tres horas y media. 

Todo marcha bien hasta que en el kilómetro diez comienzo a notar molestias en un dedo de mi pié derecho. ¡Alarma, me está rozando el vendaje! Intento olvidarme del tema, pero soy consciente de que la he cagado, que no hacía falta vendarme el dedo y sí un poco de vaselina para evitar las rozaduras. No importa, repito para mí mismo varias veces la frase de fuerza de esta maratón: "correr o morir". Es una frase entresacada del libro homónimo de Kilian Jornet. "Correr o morir, correr o morir, correr o morir..." Y así llego hasta la media maratón salvando este momento de crisis. Paso por este punto con un tiempo por debajo de la hora y cuarenta y cuatro minutos. Lo jodido es que tengo que mantener este ritmo durante otra media maratón. "Correr o morir, correr o morir".

Los kilómetros se suceden y mi zancada se acorta un poco por el cansancio acumulado. Sobre el décimo kilómetro me he comido un gel para no perder el ritmo, ese paso interiorizado por todo maratoniano que se precie para conseguir llegar a meta en el tiempo estimado. Ahora que paso por el kilómetro 25 siento que mi energía se desvanece y que necesito un "doble chute".

El kilómetro 36 pasa justo por debajo de mi casa. En ese momento coincido con otro atleta que va como una moto y que me sobrepasa animándome con la típica frase de que ya no queda nada. Tiene gracia. Le comento que me dan ganas de parar, ya que estoy tan cerca de casa, y él parece no creérselo. Pienso que esas son las anécdotas que luego uno recuerda cuando pasan los días. Pienso que aparte de repetirme constantemente la frase "correr o morir" para darme ánimos, también es bueno desviar mi mente del sufrimiento con anécdotas como ésta. En ese tramo de la carrera acelero un poco el paso, intento esbozar una sonrisa en mi cara y saludo a los conocidos como si todavía estuviera con las fuerzas intactas. Puro maquillaje. Cuando giro hacia otra avenida, fuera ya de mi barrio, recupero mi ritmo pausado.

Me acerco a los últimos tres kilómetros de la maratón y la carretera se empina más de lo deseado. En esos duros momentos uno está solo con sus miserias. No consuela ver como otros corredores tienen que parar su carrera para estirar sus fatigados músculos, o en el peor de los casos, solicitar la ayuda del público porque los dolorosos calambres le han obligado a tumbarse en el suelo. ¿O sí? A estas alturas de la carrera el instinto de supervivencia está por encima de cualquier empatía, incluso por encima de cualquier atisbo de solidaridad mal entendida, sobre todo cuando sientes como tus piernas también están al límite y los calambres pueden paralizarte en cualquier momento. Vamos, que en estas circunstancias no está uno para ayudar a los demás. Eso sí, creo que en esta fase de la maratón todos los corredores supervivientes tenemos en nuestros pensamientos al diseñador del circuito. ¿Quién cojones ha diseñado un circuito reservando las cuestas más duras para el final? Ni que el sufrimiento fuera gratuito.

Una vez pasado el trago encaro el último kilómetro corriendo pareado con una maratoniana. Se la ve más fresca que yo, y tan simpática, que va sonriendo a todo el mundo. Me alegra estar en su compañía. Hablamos de lo común, de que ya no queda nada, de que los calambres no me dejan correr más rápido, de que gracis por el agua pero que no te puedo seguir. ¡¡¡Ahhh, amago de calambre en la pierna derecha!!! ¡¡¡Ahhh, ahora en la izquierda!!! ¡Correr o morir, correr o morir! ¡Por fín la recta de meta! Oigo por megafonía que Juan Carlos ha llegado en tres hora y media, a cinco minutos el kilómetro. ¡Objetivo cumplido!

viernes, 16 de mayo de 2014

EL RETO DE UN MARATÓN


Tengo cuarenta y seis años y muchos de ellos los he dedicado a competir en triatlón. En ese tiempo de actividad deportiva llegué a completar dos ironmans además de participar en unos cien triatlones de diferentes distancias. Mi inquietud deportiva me llevó a probar también en varias carreras de montaña de larga distancia y en tres maratones diferentes. Pero desde que decidí "retirarme" de la competición llevaba más de diez años realizando sólo deporte en plan mantenimiento, ya se sabe, como máximo cuarenta minutos de carrera continua, o una hora y media de bicicleta a ritmo medio. También participaba de vez en cuando, cada vez más de vez en cuando, en alguna prueba popular de atletismo organizada en Vitoria, mi ciudad de residencia. 

Mi vida discurría así de plácida, así de rutinaria, hasta que faltando una semana decidí que participaría con un dorsal prestado en la presente edición de la maratón de Vitoria. La idea me vino a la mente disfrazada de reto. También era una pequeña locura que no sabía si se volvería en contra mía como un boomerang. No obstante decidí arriesgarme y la semana previa a la maratón, esa en la que todo el mundo comienza a rebajar sus entrenamientos, opté por realizar un par de entrenamientos de larga distancia para saber si era capaz de resistir un mínimo de tiempo corriendo. 

El primer test lo realicé el domingo y la idea era completar un recorrido de dos horas por los montes y pistas cercanos a mi ciudad. Los primeros kilómetros los corrí de forma agradable, dosificando el esfuerzo, pero a medida que iba sumando kilómetros y subiendo cuestas, mis piernas notaban el cansancio que se traducía en una bajada del ritmo que no presagiaba nada bueno. Pensaba que una vez que tomara el camino de regreso en franco descenso hacia casa, recuperaría fuerzas y motivación para completar el objetivo inicial. Pues no, las sensaciones cada vez eran peores y las ganas de acabar dominaban cada vez más mi mente. Por fin llegué a casa después de correr veintiún kilómetros durante una hora y cincuenta minutos. El ritmo que marcaba el gps era de cinco minutos y doce segundos el kilómetro, mucho más de lo que esperaba. Estaba claro que ese era mi estado de forma real y no se correspondía en nada con el que deseaba. Al día siguiente, como era previsible, tenía las piernas llenas de agujetas y la moral vacía de motivación. Menos mal, me consolaba, que a mi amigo lesionado y dueño del dorsal no le había comentando nada, ya que hasta ahora todo era un proyecto que llevaba en el más completo silencio.

El martes me encontraba mejor físicamente y decidí que había que hacer otro entrenamiento largo para saber si había mejorado mi estado de forma actual. Sabía que no había más margen de maniobra, que el plazo para participar en el maratón no se podía estirar más. Estaba vez elegí un recorrido más suave para evitar un sobresfuerzo innecesario. Iba sumando kilómetros a un ritmo cómodo y las sensaciones no eran malas. Teniendo en cuenta que la maratón se corría cinco días después opté por ser prudente y dí por finalizado el entrenamiento después de hora y media y 19 kilómetros. El ritmo medio en esta ocasión fue de 4:50 el kilómetro y las posibilidades de poder correr la maratón había ganado muchos enteros. No obstante, había que esperar al día siguiente y comprobar si la recuperación era la idónea para afrontar este reto.

Y sí, un día después las piernas no se me habían convertido en dos bloques de hormigón armado. Ahora sí (la palabra sí sonaba eufórica en mi mente), el objetivo estaba cada vez más cerca. Llamé a mi amigo lesionado para contarle mi proyecto y fue como hablar con un alma gemela. Por supuesto, me cedía gustosamente el dorsal para mi pequeña aventura. Ya sólo faltaba dar los últimos pasos: el jueves carrera continua durante cuarenta y cinco minutos a ritmo suave. Viernes y sábado descanso. Y el domingo, la maratón.
Próximamente segunda parte: "Me llamo Juan Carlos".