viernes, 25 de junio de 2010

OFFICIUM



La calle amanece mojada fruto de una tormenta nocturna. Los charcos de agua aprovechan cualquier deformidad del asfalto para hacer acto de presencia. De vez en cuando circula un coche iluminando con sus faros el neblinoso y gélido amanecer. Una berlina alumbra a un hombre entrado en años, paraguas en mano, que se guarece de la humedad con su abrigo de cuello alto. Destaca al fondo de la avenida por su andar acelerado, que le hace brincar con agilidad para subirse a las aceras. En pocos pasos, el hombre llega hasta su lugar de trabajo habitual, la oficina de una empresa situada en un polígono industrial no muy alejada del centro de la ciudad.
El rótulo de ANITUA, S.A. diseñado en vivos colores, destaca en la sobria pared del edificio de una planta. José María anda los últimos metros que le separan de la puerta de su empresa saboreando el calor que lo aguarda tras la amplia cristalera. Antes de entrar en la oficina cruza una rápida mirada a los vehículos estacionados en el parking pertenecientes a las dos personas encargadas del mantenimiento de la empresa. "Ya han llegado al trabajo Juanito y Recuenco". José María ficha a las ocho menos veinte de la mañana, antecediéndose en bastante tiempo al resto del personal.
El hombre deja su abrigo en el perchero, colgado de un extremo, y saca un viejo peine del bolsillo de la camisa para peinarse los cuatro pelos alborotados por el viento. Como todavía es temprano, se da una pequeña vuelta por el pasillo que sirve de comunicación con el resto de los despachos. Toda la oficina se encuentra en la más absoluta penumbra. Ya en su departamento desparrama varios papeles a lo largo y ancho de la mesa, agacha la cabeza sobre ellos, y se dispone a esperar la llegada del resto de sus compañeros.
A las ocho menos cinco se perciben los primeros indicios de vitalidad en la oficina. El personal se saluda a la entrada, entre toses y bostezos apagados. Con gesto resignado registran su entrada en su ficha correspondiente, uno a uno, sin ningún signo de prisa. Aquellos a los que se les ha pegado las sábanas aprovechan la máquina de café para tomarse un austero desayuno aplazado. Pocas ganas de conversación se manifiesta entre los recién llegados.
A las ocho en punto, una mujer con los cabellos alborotados cruza veloz por la puerta de la oficina. Ficha visiblemente malhumorada, torciendo sus pasos hacia el mismo departamento en donde se encuentra desde hace ya tiempo José María. Nada más cruzar el umbral de la puerta observa el semblante serio y concentrado de su compañero delante de varios montones de papeles distribuidos por toda la mesa de trabajo. Desde un primer momento, siente un pequeño escalofrío que delata la evidente irrealidad que flota en el ambiente, fruto de rumores cotidianos grabados en su mente durante tantos años de convivencia. Poco a poco se va iluminando el departamento gracias a la luz que nace del gélido amanecer.
- Buenos días -saluda Lucía a su compañero, mientras se deshace de sus ropas de abrigo.
- ¡Buenos días, Lucía, buenos días! - responde casi cantando su compañero. Acto seguido, José María entona por lo bajo un bolero años cincuenta.
Lucía cuelga su abrigo en el perchero, teniendo mucho cuidado de que no se arrugue. Pasa la mano por encima de la tela, con esmero, fijándose en las pequeñas manchas de barrillo en los bajos de su abrigo. Como consecuencia de esa manipulación un bolígrafo cae del bolsillo de su abrigo, rebotando en el suelo de tarima. La mirada de José María se centra en exclusiva en el trasero bien formado de su compañera cuando ésta se agacha para recogerlo. Lucía observa por el rabillo del ojo la mirada lasciva de su compañero lanzada en dirección a sus curvas. "¡Joder, si parecía dormido el viejo!". En otras ocasiones, Lucía repetía a propósito ese mismo gesto pare burlarse del viejo. En cambio, esta vez había sido un movimiento descuidado fruto del sueño, y por tanto, no le había gustado verse sorprendida en semejante posición. Un tanto resentida, Lucía se sienta en su puesto y distribuye en la mesa todo el material de oficina que necesita. Después, enciende el ordenador y espera a que aparezca el menú de inicio del programa financiero de su empresa.
- Buenos días -Saluda el Director Financiero de la empresa a los dos empleados, acompañando su frase de bienvenida con un gesto de cabeza a uno y otro lado del departamento-. Espero que hayan descansado bien este fin de semana porque tenemos que acabar cuanto antes el cierre del mes. -Esta vez, su mirada se dirige sólo hacia Lucía.
Al mismo tiempo que su jefe abandona el departamento, José María salta como un rayo del asiento siguiendo sus pasos. La disculpa: solicitar la firma para unos cheques urgentes. Lucía se levanta poco después, estira brevemente sus articulaciones y se encamina hacia la fotocopiadora. Cerca de ese lugar se encuentra el viejo hablando con la secretaria del jefe, una señora también mayor y dispuesta a dar conversación. Los cheques firmados se balancean al compás de unas manos, que cada cierto tiempo, se juntan en una pose oratoria de primera comunión. "¡Ya estamos dándole "al pico" otra vez!". Lucía, acostumbrada ya a este tipo de situaciones, se sienta de nuevo en su sitio sin darle mayor importancia. "¡Bah; bastante tengo con mi trabajo!"
José María entra de nuevo en el departamento. En pocas zancadas se sienta en su silla que chirría como si fuera un lamento. Una llamada de teléfono provoca un nuevo quejido de su aposento. "¡Sí...! No, todavía no he terminado el cuadre de cartera. Sí, espero terminarlo hoy. ¡Ah!, que lo necesita para las doce de la mañana. Bueno, entonces habrá que terminarlo ya". Su compañera sigue la conversación telefónica con disimulo, sin dejar de mirar sus papeles. Puede observar el gesto tantas veces repetido en su retina: cabeza hundida entre fardos de papeles, dedos nerviosos buscando respuestas en el desorden, y una mirada de vértigo que intenta descifrar un laberinto de números. "Los mismos hábitos de siempre para justificar la falta de actividad anterior", piensa Lucía.
El tiempo pasa inexorablemente. De nuevo, la mirada de Lucía se centra en la figura de su compañero intentando solucionar la papeleta. Se le ve apesadumbrado. Su mano izquierda responde a impulsos nerviosos que desordenan los pocos pelos que aún le quedan. Para romper la tensión, Lucía le comenta de manera cariñosa que está despeinándose. José María se ríe de la ocurrencia, mientras se compone con coquetería los cabellos utilizando como espejo la taladradora de su mesa. Siguen corriendo las manecillas del reloj y todo seguía igual. "¡Lo tiene claro!", piensa con ironía su compañera mientras termina otra tarea encomendada a última hora por su jefe.
Lucía decide tomarse un respiro. La mujer enciende un cigarrillo rubio con cierta coquetería. El humo asciende hasta el techo formando una pequeña espiral que se va deshaciendo a medida que coge altura. Se entretiene un rato jugando a imaginarse qué figuras será capaz de formar con cada bocanada de humo. Tras apurar el cigarro, otra colilla con la boquilla pintada de carmín se amontona en el cenicero metálico.
Poco a poco, discurre la jornada en la oficina. Lucía mira un tanto nerviosa la hora en su reloj de pulsera. “Ya son las once”. Espera con inquietud una llamada telefónica que le informe del estado de salud de su padre. El hombre lleva varios días en el hospital víctima de un dolor constante en el estómago y los médicos lo tienen en observación. Por fin, suena el teléfono. Al otro lado de la línea, su madre le informa del último parte médico. Las noticias son recibidas entre grandes silencios llenos de preocupación. José María permanece atento a la conversación telefónica. Por el tono de voz de su compañera presiente que las cosas no marchan bien. A pesar del trabajo urgente que queda pendiente encima de su mesa, José María se dirige a su compañera para interesarse por el asunto. Con voz fina de seminarista prodiga frases de consuelo sabedor de que Lucía necesita hablar y desahogarse en esos momentos de incertidumbre. "Ya verás como no es nada grave", concluye con rotundidad José María.
José María aprovecha que ya se encuentra de pié para encaminarse hacia el centro de las oficinas. Junto a la fotocopiadora coincide con una secretaria de un departamento vecino. La empleada no hace mas que quejarse con indolencia del exceso de trabajo que soporta últimamente. José María escucha atento sus razonamientos, con la cabeza inclinada hacia el lado derecho y las manos juntas, como si rezase un padre nuestro. Lucía se levanta también para tomar un café, el tercero de la mañana. Desde el pasillo mira a su compañero por el rabillo del ojo. “¡Cómo raja el tío!”. Lucía no es capaz de reprimir su enfado y observa a su compañero con el ceño arrugado. "Seguro que ahora se tira media hora de cotorreo". No; no ha sido media hora, si no treinta y siete minutos de reloj cronometrados por su alterada compañera. "Va a arder Troya, cuando entre el jefe por esta puerta y se encuentre con el trabajo sin hacer".
Cuando José María regresa de nuevo al departamento y se sienta frente a su mesa de trabajo, Lucía puede observar que la predisposición de su compañero es la misma de siempre: mano izquierda sobre la frente en ademán pensativo, los dedos de la otra mano sosteniendo un papel con cifras punteadas y una concentración que dista mucho de lo que ha sucedido con anterioridad. De vez en cuando, José María mira su reloj con gesto de preocupación.
Definitivamente, las cosas no marchan nada bien para José María. Pasa el tiempo y el discurrir de las manecillas del reloj cobra de nuevo protagonismo. Las miradas de ambos coinciden un breve instante, tras el cual, José María baja su cabeza para reflexionar. Sobran las palabras. Ningún gesto más es necesario para suponer lo que va a suceder en breve. Al final, pasará lo de siempre.
El tenso silencio reinante en el departamento se rompe con una nueva llamada del jefe. "Creo que acabaré el cuadre de cartera sobre las doce. Sí, ya sé que es tarde, es que hay un par de importes que no me cuadran. Sí, lo siento, ya sé que tendría que estar acabado". José María tiene que mentir para salir del paso momentáneamente. El desbarajuste de cifras es mayor de lo que ha afirmado y no se ve solución a corto plazo. Suda por cada poro de su piel a causa de la tensión que está sufriendo.
Sigue pasando el tiempo y la situación se vuelve insostenible para José María. "Es evidente que el viejo no es capaz de terminar su trabajo", piensa Lucía acostumbrada a este tipo de situaciones. Por tanto, decide levantarse discretamente con un archivador y tras situarse detrás de su compañero, echa una rápida mirada sobre los papeles que se esparcen por la mesa de José María. Lucía es consciente de que necesita urgentemente su ayuda para evitar a su compañero una nueva bronca del jefe.
- Acabo de terminar el cuadre de bancos y estas partidas están mal contabilizadas según mis cuentas.
- ¡Ah, sí! Déjamelos ver. Estos dos importes que has marcado en rojo sí los tenía controlados, pero el resto no. ¿Me dejas un momento que lo contraste con mis números?
- ¡Claro, no faltaba más! Espero que te sirva de ayuda para finalizar el dichoso cuadre de cartera que con tanta urgencia necesita el jefe.

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