jueves, 13 de mayo de 2010

UN DÍA CUALQUIERA



Un día cualquiera salí descalzo por la puerta de mi casa. Era un día que no tenía nada de especial, aunque había nacido ciertamente caluroso; incluso sofocante. Pero no era ése el motivo de mi “extravagancia”, por llamarla del modo más convencional. Tampoco es que quisiera llamar la atención por una causa noble, como el intentar solidarizarme con el tercer mundo, por ejemplo. No; no pasaban esas ideas por mi cabeza cuando pisé descalzo la acera de mi calle. Ahora que lo pienso y, sin ánimo de analizarme, que para eso están los sicólogos, mi mente se encontraba en un estado que se podría definir de extremo vacío. Sí; es que sencilla y llanamente, no quería pensar en nada. Andaba por calles concurridas en donde la gente me observaba con curiosidad. Yo también los observaba, a la vez que sonreía, porque estaba contento por andar sin ataduras. Y no es que quisiera servir de ejemplo para nadie. Lo único que tenía claro en esos instantes de placer es que yo era yo, y los demás no me importaban. Tampoco tenía ningún sentimiento de superioridad sobre esa gente que me miraba atónita y con gesto de incredulidad. Era más bien un sentimiento de fuerza interior, convencimiento casi visionario de una persona que ha visto su propia muerte y resurrección en una nueva vida y que nada tiene que ver con la pasada recientemente; un renacer lleno de ilusión, porque la vida es un juego de niños; un pasatiempo pleno de disfrute. Y no sé por que razón, me sentía afortunado por contar con una segunda oportunidad. Y por eso daba con mi actitud gracias a todo lo que me rodeaba. Mi visión de las cosas y personas había cambiado, se me mostraban desde un punto de vista hasta ahora no imaginado para mí. Si eso es la felicidad, yo era un hombre feliz. Ahora que ha pasado más tiempo, lo puedo afirmar.

No obstante, no estaba el horno para bollos cuando llegué de esta guisa a la oficina en donde trabajo. El resto de mis compañeros andaban alborotados por causa de uno de los múltiples cabreos del jefe. Al parecer, no era el mejor día para andar descalzo por la oficina; y encima llegaba tarde a la hora de fichar. El semblante de asombro con que fui recibido demostraba muy a las claras la incredulidad de mis colegas ante la visión que tenían enfrente, y que contrastaba con la idea que tenían de mi persona, fruto de años de trabajo en común. De todas formas, les sonreí a todos dándoles los buenos días, me dirigí hacia mi mesa de trabajo, y me senté cómodamente esperando la anunciada llegada de mi jefe.

Como era previsible, éste hizo su aparición al poco tiempo. Entró dando gritos acompañados de gestos airados que provocaron el enmudecimiento del resto de mis compañeros. Con mi mejor sonrisa le di los buenos días; y su contestación, que se presumía agresiva, se vio turbada de tal forma por lo inesperado de mi conducta, que no pudo sino balbucir unos buenos días con tono quedo. Conseguí amansar a la fiera en un primer momento, pero suponía que mi jefe intentaría contraatacar para no perder el prestigio delante de todos sus subalternos. La segunda oleada de ataque vino precedida de un puñetazo de mi jefe descargado sobre mi mesa de trabajo. Sin perder la compostura le miré extrañado, intentando hacerle ver lo inadecuado de su comportamiento. “Nada excusa que una persona pierda los papeles y veje a otro ser humano, solamente porque se crea superior”, le espeté mirándole fijamente a sus ojos. Confundido, y viéndose acorralado por mi franqueza, se dio media vuelta en dirección a su despacho.

Después de batirme en este duelo verbal con mi jefe, recogí las pocas cosas personales que guardaba en los cajones de mi mesa y las fui amontonando en una bolsa de plástico que guardaba en el bolsillo del pantalón. Un compañero de oficina que me miraba con la boca abierta fruto de su incredulidad, me preguntó si es que me había tocado la lotería, o algo parecido, para no tener que trabajar nunca más en la vida. “No amigo; mis motivos son otros y no se explican en pocas palabras. Si te dijera que a partir de ahora voy a vivir de nuevo mi vida, seguro que no lo comprenderías”, le contesté a mi compañero de trabajo, intentando hacerme entender.

Salí de mi departamento con la bolsa de plástico en una mano y una carta de dimisión en la otra. Entré en el despacho de mi jefe sin llamar previamente a la puerta, y coloqué frente a él la carta liberadora que rompía mis lazos con una parte muy importante de mi anterior vida. “Sé que no lo comprenderá, pero solamente es por motivos legales por lo que le dejo esta carta de dimisión. Se la entrego en mano antes de que usted me despida valiéndose de cualquier argucia legal, porque ya sé que la ley siempre está del lado del poder; pero ahora eso no me preocupa; a partir de ahora sólo me preocupa mi nueva vida”, fue mi despedida ante un sofocado jefe que no asimilaba todo lo que le estaba ocurriendo en esos momentos.

Salí de nuevo a la calle y me dispuse a pasear sin rumbo fijo por las calles y avenidas de la ciudad en la que resido. Si algo me guiaba, era mi ansia por descubrir la belleza de las cosas que me rodeaban. Allí donde anteriormente no veía más que un objeto común y carente de importancia, ahora percibía un detalle de interés que me llenaba de alegría. Simplemente con que la luz del sol iluminara de manera parcial una flor del parque, resaltando su belleza, ya me sentía satisfecho por el giro tan brusco que había supuesto mi determinación de cambiar de vida. “Pero no sólo debe ser un giro en mi visión de las cosas”, me decía a mí mismo, “al contrario; esto no serviría de nada si no fuera acompañado de una asimilación interior que me haga comprender el mundo de un modo diferente”. A partir de este sencillo pensamiento, los sentidos contaban con un papel muy importante en mi nueva etapa, en donde ansiaba llenar de plenitud a mi alma, hambrienta por recibir impresiones que dejaran huella en su mapa. Me sentía como el montañero que atisba desde la cima el resto del paisaje que se extiende a sus pies y valora en toda su magnitud el esfuerzo realizado por sentirse parte de un todo, que es la naturaleza que lo desborda con toda su magnificencia. Cual colector de impresiones, mi ansia en esos momentos era andar y andar por las calles en busca de tesoros para mis sentidos, y me paseaba descalzo, como si fuera una obligación sentir en mis pies todo el contacto, agradable o no, que pudiera soportar.

Paseaba ensimismado cuando me encontré de repente con un pobre que permanecía sentado a la entrada de un supermercado. Miré su mano extendida con unas pocas monedas de escaso valor como fruto de su jornada de trabajo y, sin pensármelo mucho, le ofrecí todo el dinero que llevaba en esos momentos en mis bolsillos. El hombre, que hasta ese instante no se había dado cuenta de mi presencia, me estudió sorprendido con una mirada de abajo hacia arriba. “¿Pero usted por qué me da dinero si anda descalzo por la vida?”, me preguntó con seriedad el mendigo. “¡Ande, ande! Coja su dinero y cómprese unos buenos zapatos, que no está el tiempo para jugar con él; salvo que quiera coger un resfriado que lo lleve al otro mundo”. “No se preocupe señor”, le contesté agradecido por su gesto. “No necesito ninguna clase de calzado para el viaje que debo hacer. He vivido tanto tiempo protegido por todo aquello que creía importante, que siento de verdad que lo que necesito es vivir a partir de ahora con las menos ataduras posibles”. “Usted verá lo que hace, pero a mí me da pena verlo de esa forma, y no me sentiría a gusto aceptando su dinero”. Avergonzado por ese gesto lógico del mendigo, me despedí humildemente de él con mi dinero tintineando de nuevo en el bolsillo.

Recién bajado de las nubes, proseguí mi deambular por las calles sintiendo de nuevo la mirada de curiosidad de los transeúntes clavada en mi espalda. Andaba y andaba, cuando un coche de la policía se detuvo a mi lado. Con gestos airados, que me provocaron asombro, me conminaron a que les mostrara mi documentación. Como comprenderán, si había decidido ir descalzo por la vida, no iba a llevar encima mi documento nacional de identidad. No fue fácil hacérselo comprender a los agentes; tan difícil les resultó el problema al que se enfrentaban, que me vi empujado hacia el interior del vehículo policial sin ningún miramiento. No hubo más explicaciones durante el trayecto que nos condujo a la comisaría. Allí fui recibido con todos los honores por otro policía de más alta graduación, según intuí perspicazmente al ver cómo se cuadraban marcialmente mis anteriores acompañantes. Se me presentó este hombre como el teniente López. Al principio, sus modales correspondieron a su categoría profesional, pero a medida que mi declaración fue confundiéndole y creando más lagunas a su ingenio, optó por agriarse su estado de ánimo hasta llegar al insulto personal. “Yo no estoy loco, teniente López”, fue mi respuesta ante sus ofensas dialécticas. “Pues si usted no está loco, poco le hace falta. No tengo más remedio que llamar a su mujer, como única persona de la que usted me da referencias, para que me dé razón de usted y su comportamiento. Como comprenderá, después de su declaración no me queda más remedio si no quiere que lo encierre una temporadita”. La idea de que fuera informada mi mujer de mi actual situación, no me agradaba de ninguna manera. Cuando salí de casa esta mañana, mi esposa todavía seguía dormida en la cama e ignoraba mi novedosa determinación. Lo que pensaría cuando me viera en esta circunstancia tan adversa a mis planteamientos iniciales, hasta yo lo ignoraba.

Al poco rato de ser informada por la policía, mi esposa entró por la puerta de la celda, a la que de manera cautelar me habían confinado hasta que no demostrase ella mi correcta salud mental. El disgusto por verme en esta delicada situación se hacía evidente en su rostro. Los pormenores del caso, al parecer, se los habían comentado por teléfono, ya que no fue necesaria ninguna explicación por mi parte. Sin más preámbulos, mi esposa tuvo una breve conversación con el teniente López, que tuvo un éxito inesperado, desde mi punto de vista, y sirvió para recobrar mi ansiada libertad. Al momento, mi diligente esposa apareció con un par de zapatos viejos como por arte de magia, que me fueron entregados con esta consideración: “Por favor, Juanito; he hablado con el teniente y sólo ha puesto esta condición para soltarte; póntelos y espero que te valgan, porque son los zapatos de repuesto del propio teniente López”. Ante la mirada de súplica de mi esposa, me resigné a calzarme los desgastados zapatos del mando de la policía. Calzado y cabizbajo fui despedido de la comisaría, siendo testigo de la cara de mofa de todos los miembros del Cuerpo Nacional de Policía que trabajaban en esos momentos. Mi mujer mantenía su mirada al frente, con gesto huraño, sin ni siquiera mirarme a la cara. Cuando doblamos la esquina de la comisaría, mi mujer miró a uno y otro lado, como para cerciorarse de que nadie nos seguía, y me habló por segunda vez: “Ahora ya te puedes quitar los zapatos y seguir andando descalzo, si es lo que tú deseas”. Con gran alegría en mi cuerpo, nos alejamos rápidamente de ese siniestro lugar. Íbamos cariñosamente unidos de la mano; ella calzada y yo descalzo.

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