martes, 14 de octubre de 2014

IMPRESIONES DE MADAGASCAR (3)

No llevamos ni una semana de viaje y la comidilla del grupo es que tenemos la sensación de haber pasado un mundo en Madagascar. Es la primera señal de que en estas vacaciones estamos desconectando de nuestras rutinas habituales. Es como si tuviéramos pintado a bolígrafo un reloj en la muñeca porque el tiempo discurre como si no fuera con nosotros. Es lo más parecido a vivir de la manera más natural, que no es otra que levantarse con la salida del sol y dormir como un pajarito cuando se echan las primeras horas de la noche. Hemos llegado a Isalo y el calor hace su presencia por primera vez en el viaje. Menos mal que la caminata prevista cuenta con la posibilidad de bañarse en varias pozas de agua helada. Es la mejor manera de combatir la canícula y de sentir eso que vengo diciendo desde que he empezado esta impresión, que el tiempo pasa volando cuando estamos felices.

Ilakaka es lo más parecido a un pueblo del salvaje oeste. Y el topónimo no puede ser más acertado para lo que se destila en esta población. Nos cuenta la guía que este pueblo puede llegar a ser muy peligroso cuando se agota la veta de la mina en la que trabajan la mayoría de sus habitantes. Estamos hablando de minas de zafiros y de mujeres tamizando el río en busca de piedras preciosas. Estamos hablando de mucho dinero en juego, de pobres mineros que trabajan bajo duras condiciones por un jornal que les permita sobrevivir; me refiero a lo más parecido a esos despiadados buscadores de oro que hemos visto en muchas películas que matarían por unas pepitas de oro. Ahora la mina está abierta, pero aún y todo, recorremos la calle central del pueblo con mucha precaución. A pié de calle no se venden collares, telas o suvenires para turistas. En este pueblo se venden piedras preciosas, desde las que son más piedras que preciosas y son vendidas por gente muy humilde, hasta las más valiosas que se venden en locales lujosos con guardias de seguridad apostados en la puerta.

En toda África es común el pollo olímpico. ¿De qué animal exótico hablamos; no se tratará de una aberrante mutación animal? Pido calma a la humanidad, porque este pollo no es otro que el que vemos habitualmente picoteando por míseras aldeas y también por pobladas ciudades africanas, y que es capaz de correr a grandes zancadas como si fuera en pos de un record mundial. Es que este animalillo tiene tipito de fondista africano y una gran genética para la carrera. Pero eso sí, desde el momento que lo cocinas en la cazuela pierde todos sus virtudes y pasa a convertirse en un plato correoso y duro. Para colmo, es utilizado como principal ingrediente por la inmensa población africana, con lo que es fácil que forme parte del menú del turista a lo largo de su viaje. Lo pruebas una vez, incluso dos, pero a la tercera ocasión la mayoría nos decantamos por el pescado o el cebú, que por lo menos tienen una presencia más agradable.

Llegamos a la zona costera del oeste de Madagascar y dentro de las actividades programadas para el día está una excursión en barco de vela tradicional de la etnia Velo. Las barcas cuentan todas con dos tripulantes y pueden llevar tranquilamente a cuatro pasajeros que se sientan en fila india a lo largo del tronco vaciado de una pieza que forma el casco de la piragua. A simple vista no fuimos capaces de ver ningún clavo en la estructura y la vela era un trozo de tela parcheada y sucia que manejaban con destreza los marineros buscando la fuerza del viento. Nuestro barquito tuvo un pequeño susto en mitad de la navegación por culpa de un fuerte golpe de viento que nos dejó mudos porque casi nos vuelca la embarcación. Gracias a la rápida intervención de nuestro equilibrista-marinero, que se subió al patín con el que cuenta la piragua para estos casos, pudimos evitar el pequeño naufragio. Después de que volcáramos hace unos días en Tulear con un pousse-pousse mientras trazábamos una curva, y que nos dejó un poco magullados, nuestros compañeros de barco pensaban que éramos unos auténticos gafes. La travesía continuó sin sobresaltos pero por culpa de este contratiempo llegamos los últimos a la isla desierta, y nuestra bandera, que no era otra cosa que un vulgar pañuelo de mocos, no fue la ganadora de la regata de "traineras" de Andovadoaka.


La ruta de la costa oeste de Madagascar se hace con vehículos todo terreno porque no hay carreteras, y las pistas son caminos de tierra llenos de baches que dejan a vehículos y personas cubiertas con un fina capa de polvo. Este polvo nos acompaña durante todo el trayecto, se masca en la comida del picnic, y tras la ducha ensucia las toallas de un color marrón muy delatador. La jornada más larga de este recorrido nos lleva hasta Manja, un pueblo humilde perdido en mitad de la nada. Deambular por sus calles es como retroceder un siglo. Casi te sientes como un verdadero negro y no como turistas, que es lo que realmente somos, ya que nadie te ve como un "dólar con patas". Comprar unas botellas de agua o unos plátanos en el mercado supone pagar el precio justo, y sin pasarse. Y beber una cerveza de 650 cl en la terraza del hotel, mientras se comentan las incidencias del día, nos cuesta 3000 aris, un euro al cambio. En Manja nos pasó también una de las anécdotas más divertidas de este viaje. En el paseo por el pueblo nos encontramos con un policía despistado aficionado al soborno que nos pidió los pasaportes. El ánimo del policía no era otro que sacarnos algún dinerillo porque en este país el turista está obligado a llevarlo siempre consigo. Como ya estábamos advertidos por nuestra guía le plantamos en la cara los documentos de identidad, y el poli se quedó con una sonrisa de tonto pintada en su cara y sin negocio.

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