jueves, 5 de enero de 2012

EN LAS DUNAS DE LOS LENÇOIS

Os dejo como regalo de reyes un relato corto de mi factoría:


Una sombra húmeda y familiar de vegetación amazónica crea un manto protector sobre toda la superficie del parque zoobotánico de la ciudad de Belem. No obstante, el calor asfixiante reina en el ambiente enrarecido de la tarde. El lugar está desierto, y sólo una quietud de pasos apagados se percibe en la distancia. Me siento en un banco de piedra del parque intentando recobrar el aire fresco que le falta a mis pulmones. Hace tiempo que noto en mi piel esa desagradable sensación que se siente al contacto con la ropa mojada. A decir verdad, justo desde que salí esta mañana de mi hogar. Porque en esta ciudad ecuatorial el calor se mantiene dentro de las casas todo el año. Y, dentro del cuerpo, toda la vida. A pesar de los años de residencia en este país tan lejano a mis raíces, todavía me cuesta acostumbrarme al ritmo cansino que impone este clima bochornoso, preámbulo de tormentas que se anuncian a diario con su aparato de rayos. En poco tiempo las puntuales tormentas descargan un desafuero de aguas torrenciales que refrescan las hojas de los mangos, pero casi nada a las personas que buscan su sombra mientras deambulan por las amplias avenidas de la ciudad.

 Suenan las campanas de la cercana iglesia de Nazaret anunciando las tres de la tarde. Como de costumbre he llegado muy puntual a la cita. Una cita que se antojaba ineludible para la persona de voz impersonal que reclamaba mi presencia. Los escuetos datos aportados por teléfono para que pudiera identificar a esa voz anónima me aseguraban que no habría confusión: se trataba de una mujer de mediana edad, alta y de melena rubia, y para más señas llevaría puesto un vestido blanco. La misteriosa mujer me comentó también que ya nos conocíamos de hace muchos años, pero prefería no revelar su identidad para que fuera una sorpresa.

Una corriente de aire fresco acompañó la llegada de una atractiva mujer por una de las esquinas del parque. Sin vacilar en su paso se dirigió directamente hasta llegar a mi altura. Se trataba de una mujer de larga melena rubia, con un vestido blanco de amplio escote que realzaba sus formas. Mis ojos valoraron en pocos segundos su esbelta figura enmarcada sobre un fondo vegetal verde esmeralda que presagiaba un misterio por resolver. Me extrañó no reconocer enseguida a esa mujer que, sin mediar palabra, me besó directamente en la boca. Una presentación tan directa exigía una rápida aclaración.

- Hola Juanito, ¿parece que no has reconocido mi forma de besar? Sigues poniendo la misma cara de sorpresa de cuando antaño te cazaba en falso intentando disimular. - Pero... ¿quién eres? -Me removí inquieto en mi asiento, asiéndome con tanta fuerza al borde del asiento que hasta llegué a clavar las uñas en la piedra. - De todas formas, no me extraña -continuó ella sin prestarme mucho caso-. Ha cambiado mucho mi aspecto en todos estos años. Me presento: soy Anabela, aquella joven que besaste con pasión entre las dunas del Parque Nacional de los Lençois.

Me quedé atónito. Mi memoria intentaba en vano remover en los posos que deja el pasado para poder identificar a esa mujer, pero sólo retornaba la imagen de un chica totalmente diferente a ésta, ni tan sensual, ni tan provocadora como aquella joven Anabela que conocí en el entorno maravilloso de los Lençois.

- ¿Parece que te he dejado mudo? -pero Anabela no lo preguntó con ánimo de bromear, sus palabras surgían de un lugar helado y permanecían como témpanos de hielo en contraste con el ambiente-. Hace unos cuantos años tuve un grave accidente de coche que me desfiguró la cara -aclaró Anabela con semblante desafiante-. No quería estar marcada el resto de mi vida, por eso me puse en manos de un cirujano plástico que ha obrado el milagro que contemplas. - ¡Joder; qué me dices...! ¡No sabía que hubieras tenido un accidente tan grave! -quise dar voz a mis desorientados sentimientos, pero a pesar de mis esfuerzos me expresaba con evidente torpeza, lo que provocó que una corriente de sudor frío dejara en evidencia toda mi capacidad de respuesta-. Anabela, de verdad que lo siento. Debiste sufrir mucho...

Anabela permaneció callada durante un tiempo prudencial, como si meditara una respuesta que en ningún momento iba a parecer sencilla. Me limité a mirar directamente a sus ojos, a intentar crear un vínculo con esa parte de su cuerpo que reconocía de la que antaño fue mi primer gran amor.

Juanito, quiero que sepas la verdad, que conozcas la vida miserable y deprimente que sufrí desde que rompiste nuestra relación -me soltó de golpe, como el que arroja una piedra con la intención de hacer daño a su oponente-. Ya desde el día siguiente a la ruptura de nuestro compromiso la vida dejó de tener importancia para mí, por eso empecé a beber mucho, a todas horas -Anabela se calló de repente, como si quisiera imprimir más fuerza a su argumentación tras una pausa meditada-. Hasta que un día amanecí medio inconsciente, hecha un ovillo desmadejado encima del sofá. Y, delirando a gritos los estertores de una borrachera que no tenía fin, me monté en el coche como pude. Me guiaba una única intención: despeñarme por alguna curva de la carretera y poner fin a tanto sufrimiento, pero el accidente sólo me dejó gravemente herida y desfigurada.

Anabela..., no sé qué decirte..., me has dejado completamente helado -volví a balbucir desconcertado. Estaba absolutamente rígido, clavado de forma literal a ese banco de piedra que ya formaba parte de mi propio cuerpo-. Pero perdona que te lo diga, después de tanto tiempo sigo sin comprender el motivo de esta cita, porque que yo recuerde, la decisión de romper nuestro noviazgo fue mutua -intenté rehacerme, notando mis manos cada vez más sudorosas a causa de la presión desafiante de su mirada. Buscaba una última reacción a la desesperada aunque supusiera gastar mi último cartucho en el empeño.

¿Qué no lo comprendes? -preguntó enfurecida Anabela-. Hace mucho tiempo que un sueño envenena mi cabeza: es la imagen de mis sentimientos podridos por los suelos. Y esa amargura está ligada a tu recuerdo desde que me abandonaste un día de lluvias torrenciales. He luchado toda mi vida por olvidarte, por superar mis complejos que te tenían idealizado en un altar. Hasta que hace bien poco conseguí, tras muchas penurias eso sí, dar con el hilo perdido de mi existencia, y comprendí que mis fantasmas se esfumarían si conseguía encararme directamente con ellos. Por eso necesitaba buscarte, aunque tuviera que recorrer todo el mundo. De una vez por todas, quería sentir que también tú eres humano y vulnerable, y mirarte a la cara, para saber con certeza que mis sentimientos ya te tienen olvidado.

Me quedé bloqueado bajo el peso de tanta responsabilidad. Desconocía hasta este momento el dolor provocado, un sufrimiento que mi antigua novia me achacaba con tanto rencor. Mis recuerdos se remontaban a una escena de crisis, con los reproches propios de toda ruptura sentimental, pero nunca hubiera imaginado tal destrozo en los cimientos de su alma. Imaginaba que la distancia acordada entre los dos, e impuesta por la necesidad de olvidar, supondría el mejor bálsamo para aliviar la tensión generada en tan agrias circunstancias. Por eso, en estos instantes de incertidumbre, un mecanismo de autodefensa me repetía constantemente una pregunta: ¿Y, a estas alturas de la vida, cómo se me podía exigir tan ingrata deuda moral?

Sólo espero, que después de tanto tiempo este encuentro te haya servido para saldar cuentas con tu pasado -le contesté apesadumbrado a Anabela en el momento que pude recuperarme de la impresión-. Ya has podido desahogarte a gusto y descargar tanto odio enquistado tan profundamente en tu alma.

Sí; tienes razón. A partir de este momento, -y Anabela sonrió por primera vez en toda la conversación, a la vez que hacía un gesto con sus manos como de liberarse de unas cadenas imaginarias-, ya puedo olvidarme de tu rostro para siempre.

Sin añadir ni una palabra más a la conversación, Anabela se dio media vuelta, y el eco de sus tacones se perdió en dirección a una de las salidas del parque. Yo me quedé sentado en el banco, a solas con mi sombra alargada extendida sobre un suelo de tierra encharcada. Poco a poco, la noche me cobijó con su manto de estrellas; con su luna de plata iluminando mi cara de pena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario