miércoles, 14 de septiembre de 2011

KALAW

05/08/11
Otro día de transición, otra día que nos tenemos que comer muchos kilómetros en autobús hasta llegar a Kalaw, nuestro siguiente destino. Y también sigue lloviendo durante todo el viaje. No me extraña que el paisaje sea tan verde, con encharcados campos de arroz por todo el camino, y campesinos encorvados trabajando en los arrozales, o guiando a la pareja de bueyes como antaño se veía en España. La primera sensación que uno siente en Birmania nada más que se adentra en sus zonas rurales es que retrocedes cien años en el tiempo. El trabajo es totalmente manual y los animales de carga son todavía una pieza fundamental en las duras actividades del campo (en europa sólo relacionamos los bueyes con un buen chuletón). En este país no hay tractores y el ritmo lo marca el campesino con sus manos o el paso del buey mientras tira del arado. Seguimos avanzando y casi al final de la jornada nos toca subir un puerto de montaña que se eleva entre las nubes. El firme no es ni mucho menos tan firme, y la anchura de la carretera pone a prueba la pericia de nuestro conductor, que pita en cada curva de la carretera debido al elevado tránsito de camiones cargados con coles. ¿De dónde viene tanta col? Es que nada más que llegamos a la parte de alta del puerto el paisaje de montaña se transforma en una inmensa llanura de tierra fértil a más de mil metros de altitud, y no se ven mas que campos de coles, unos seguidos de otros hasta perderse en el horizonte. Llegamos a Kalaw casi de noche, con el tiempo justo para instalarnos en la habitación del hotel y salir a dar una vuelta por el pueblo. Nos acercamos en autobús porque el hotel está un poco alejado del pueblo y no conocemos el camino de tan recién llegados que estamos. La mayoría del grupo decide buscar un restaurante en donde matar el hambre, que no es hambre ni es nada, pero algo hay que comer aunque no se haya andando ni un metro en todo el día. Unos pocos, acompañados por Manu, estiramos las piernas subiendo las escaleras que nos conducen hasta la pagoda del pueblo. Si fuera de día se verían unas buenas vistas del entorno; como es de noche, el sonido de las oraciones nos anima a asomarnos de puntillas a una ventana iluminada del monasterio. Observamos y somos observados por unos niños vestidos con su atuendo de monje mientras rezan sus oraciones disciplinadamente guiados por su maestro. Ya hemos hecho hambre. Bajamos nuevamente al pueblo y cenamos en un restaurante chino con el aliciente de acompañar esta comida con un vino de la tierra que nos cuesta nueve euros. Merece la pena degustar este vino y probar otra cosa que no sea la cerveza de 650 cl que acostumbramos a tomar desde que hemos pisado suelo birmano.

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