viernes, 24 de octubre de 2014

IMPRESIONES DE MADAGASCAR (4)


En la ruta en 4x4 por la costa oeste se pasa por muchas aldeas perdidas en mitad de la nada. En todas ellas hay una característica en común: un hombre de porte digno que parece el jefe del poblado y que nos mira como si ya sobráramos. Ni se te ocurra sacarle una foto porque parece un gallo de pelea, de esos que tienen tan malas pulgas que no dudan en enfrentarse con cualquier otro gallo que se adentre en su territorio. Otra característica de este hombre es que siempre lo encontramos un poco alejado del resto, ya que como buen macho que es no necesita a nadie que le dé palique. Me figuro que es de esos machos alfas de la manada que sólo se dignan a acercarse cuando tiene que ejercer de semental. Igual que un gallo en su corral, hace y deshace a su antojo.



Madagascar se define en tres colores: el verde de la época de lluvia, el amarillo de la estación seca y el negro de cuando los agricultores queman la hierba seca para que crezcan nuevos brotes. A esta quema "controlada" de rastrojos que reseca la tierra, se une la tala masiva de maderas nobles en beneficio de las clases adineradas, junto con el uso masivo de la leña para cocinar por parte de la inmensa población malgache. Por eso, la anteriormente llamada gran isla verde se observa desde el cielo de color rojizo por culpa de esta agresiva desforestación. En Madagascar, te muevas por donde te muevas, es fácil encontrarse la señal delatora del humo y una bandada de aves rapaces sobrevolando el cielo a la espera de comerse todos los reptiles que intentan huir del fuego.


Hay sorpresas en la vida que serán muy difíciles que olvidemos; anécdotas de viajes que contaremos mil veces como si fuéramos el abuelo porreta. Una de ellas se refiere a la mariscada que nos comimos en Belo-Sur-Mer, un bonito pueblo de humildes pescadores en la costa oeste de Madagascar. Viky, nuestra guía en el país, nos tenía preparada esta sorpresa en los bungalows de lujo en donde estábamos alojados ese día. Langosta, ostras, camarones, almejas... Lo curioso de este viaje es que intercalamos días enfangados de polvo y comiendo en el suelo un pic-nic a la sombra de un mango, con otros en donde el lujo nos hace sentir que somos personas importantes en contraste con las miserias del país que visitamos.


Estamos en Morondava. Hace calor, mucho calor. La calurosa noche invita a cenar en una terraza y a disfrutar de la velada tomando unas copas. Por recomendación de nuestra guía cenamos en un restaurante rastafari con música en directo. El ambiente es muy peculiar, parece que no estamos de vacaciones en Madagascar sino en Jamaica. Y el ritmo, también es diferente. Si la frase que describe al estilo de vida de los malgaches es el "mura-mura", o sea, que prisa mata, el ritmo de un malgache-rastafari es como para armarse de paciencia y olvidarse del paso del tiempo. Tardamos un mundo en cenar, pero la música, la bebida y el ambiente del bar nos hacen olvidar el hambre que estamos pasando. Por fin nos sirven la comida mientras disfrutamos bailando al ritmo de Bob Marley.


Día libre en Morondava. Acostumbrados a ir de la mano de nuestra guía durante todo el viaje, tardamos un poco en reaccionar cuando tenemos que planificar nuestro día libre de actividades. Viky nos propone varias alternativas que hacen que el grupo se divida según sus motivaciones. La mayoría decidimos realizar un trayecto en barca por los manglares junto con la visita al pueblo pesquero de Betania. Después del paseo por el pueblo, nos dirigimos a la playa en donde las barcas de pescadores van llegando poco a poco según acaban su faena. Es toda una experiencia asistir al momento en que los pescadores y sus familias sacan el pescado recién capturado, seleccionándolo para su propio consumo y venta según tamaño y variedad. Nadie se molesta por nuestra curiosidad, aunque siempre hay alguno del grupo no tan discreto que no duda en meter la cámara directamente en las narices de los pescadores. Se diría que todo fluye en la playa de Betania y que estamos viviendo uno de esos momentos mágicos que se experimentan tan pocas veces a lo largo de una vida. Es una sensación como de atrapar el tiempo y de sentir que el ritmo natural de la vida es el que respiramos en Betania.



El animal por excelencia de Madagascar es el Indri. Es un lemur que intenta luchar por su supervivencia siendo una de las especies más amenazadas de esta isla. Los proteccionista lo tienen complicado porque otra de las razones por las que está seriamente amenazada esta especie es porque no se ha podido criar en cautividad. Ahora mismo, este lemur habita sólamente protegido en parques naturales y su número es cada vez más escaso. Lo más característico de este curioso lemur es que es capaz de emitir un grito que se oye en un radio de dos kilómetros. Impresiona oír el volumen de sus gritos en medio de la espesura de un bosque primario. Más características del indri: es un lemur sin cola, monógamo, el clan familiar lo domina la hembra y tienen una esperanza de vida de unos cuarenta y cinco años. Su hábitat se encuentra en los árboles, por los que transitan de rama en rama con gran agilidad, y sólo bajan a tierra para comer arcilla que les sirve para neutralizar la acidez de las hojas, y para que los simpáticos turistas les podamos fotografiar y acariciar como si fueran ositos de peluche.

martes, 14 de octubre de 2014

IMPRESIONES DE MADAGASCAR (3)

No llevamos ni una semana de viaje y la comidilla del grupo es que tenemos la sensación de haber pasado un mundo en Madagascar. Es la primera señal de que en estas vacaciones estamos desconectando de nuestras rutinas habituales. Es como si tuviéramos pintado a bolígrafo un reloj en la muñeca porque el tiempo discurre como si no fuera con nosotros. Es lo más parecido a vivir de la manera más natural, que no es otra que levantarse con la salida del sol y dormir como un pajarito cuando se echan las primeras horas de la noche. Hemos llegado a Isalo y el calor hace su presencia por primera vez en el viaje. Menos mal que la caminata prevista cuenta con la posibilidad de bañarse en varias pozas de agua helada. Es la mejor manera de combatir la canícula y de sentir eso que vengo diciendo desde que he empezado esta impresión, que el tiempo pasa volando cuando estamos felices.

Ilakaka es lo más parecido a un pueblo del salvaje oeste. Y el topónimo no puede ser más acertado para lo que se destila en esta población. Nos cuenta la guía que este pueblo puede llegar a ser muy peligroso cuando se agota la veta de la mina en la que trabajan la mayoría de sus habitantes. Estamos hablando de minas de zafiros y de mujeres tamizando el río en busca de piedras preciosas. Estamos hablando de mucho dinero en juego, de pobres mineros que trabajan bajo duras condiciones por un jornal que les permita sobrevivir; me refiero a lo más parecido a esos despiadados buscadores de oro que hemos visto en muchas películas que matarían por unas pepitas de oro. Ahora la mina está abierta, pero aún y todo, recorremos la calle central del pueblo con mucha precaución. A pié de calle no se venden collares, telas o suvenires para turistas. En este pueblo se venden piedras preciosas, desde las que son más piedras que preciosas y son vendidas por gente muy humilde, hasta las más valiosas que se venden en locales lujosos con guardias de seguridad apostados en la puerta.

En toda África es común el pollo olímpico. ¿De qué animal exótico hablamos; no se tratará de una aberrante mutación animal? Pido calma a la humanidad, porque este pollo no es otro que el que vemos habitualmente picoteando por míseras aldeas y también por pobladas ciudades africanas, y que es capaz de correr a grandes zancadas como si fuera en pos de un record mundial. Es que este animalillo tiene tipito de fondista africano y una gran genética para la carrera. Pero eso sí, desde el momento que lo cocinas en la cazuela pierde todos sus virtudes y pasa a convertirse en un plato correoso y duro. Para colmo, es utilizado como principal ingrediente por la inmensa población africana, con lo que es fácil que forme parte del menú del turista a lo largo de su viaje. Lo pruebas una vez, incluso dos, pero a la tercera ocasión la mayoría nos decantamos por el pescado o el cebú, que por lo menos tienen una presencia más agradable.

Llegamos a la zona costera del oeste de Madagascar y dentro de las actividades programadas para el día está una excursión en barco de vela tradicional de la etnia Velo. Las barcas cuentan todas con dos tripulantes y pueden llevar tranquilamente a cuatro pasajeros que se sientan en fila india a lo largo del tronco vaciado de una pieza que forma el casco de la piragua. A simple vista no fuimos capaces de ver ningún clavo en la estructura y la vela era un trozo de tela parcheada y sucia que manejaban con destreza los marineros buscando la fuerza del viento. Nuestro barquito tuvo un pequeño susto en mitad de la navegación por culpa de un fuerte golpe de viento que nos dejó mudos porque casi nos vuelca la embarcación. Gracias a la rápida intervención de nuestro equilibrista-marinero, que se subió al patín con el que cuenta la piragua para estos casos, pudimos evitar el pequeño naufragio. Después de que volcáramos hace unos días en Tulear con un pousse-pousse mientras trazábamos una curva, y que nos dejó un poco magullados, nuestros compañeros de barco pensaban que éramos unos auténticos gafes. La travesía continuó sin sobresaltos pero por culpa de este contratiempo llegamos los últimos a la isla desierta, y nuestra bandera, que no era otra cosa que un vulgar pañuelo de mocos, no fue la ganadora de la regata de "traineras" de Andovadoaka.


La ruta de la costa oeste de Madagascar se hace con vehículos todo terreno porque no hay carreteras, y las pistas son caminos de tierra llenos de baches que dejan a vehículos y personas cubiertas con un fina capa de polvo. Este polvo nos acompaña durante todo el trayecto, se masca en la comida del picnic, y tras la ducha ensucia las toallas de un color marrón muy delatador. La jornada más larga de este recorrido nos lleva hasta Manja, un pueblo humilde perdido en mitad de la nada. Deambular por sus calles es como retroceder un siglo. Casi te sientes como un verdadero negro y no como turistas, que es lo que realmente somos, ya que nadie te ve como un "dólar con patas". Comprar unas botellas de agua o unos plátanos en el mercado supone pagar el precio justo, y sin pasarse. Y beber una cerveza de 650 cl en la terraza del hotel, mientras se comentan las incidencias del día, nos cuesta 3000 aris, un euro al cambio. En Manja nos pasó también una de las anécdotas más divertidas de este viaje. En el paseo por el pueblo nos encontramos con un policía despistado aficionado al soborno que nos pidió los pasaportes. El ánimo del policía no era otro que sacarnos algún dinerillo porque en este país el turista está obligado a llevarlo siempre consigo. Como ya estábamos advertidos por nuestra guía le plantamos en la cara los documentos de identidad, y el poli se quedó con una sonrisa de tonto pintada en su cara y sin negocio.

lunes, 6 de octubre de 2014

IMPRESIONES DE MADAGASCAR (2)


Ya en nuestro primer día de viaje pudimos ver los primeros muertos en la carretera. No se trataba de los provocados por accidentes de tráfico, ni de las víctimas de una batalla campal entre dos etnias enfrentadas. No, sencillamente me refiero a la celebración de la Famadhiana. En esta curiosa tradición se festeja a los muertos durante tres días, eso sí, cuando la propia familia cuenta con el dinero suficiente para semejante dispendio. Cuando se dan esas circunstancias materiales la familia desentierra a sus muertos, los transporta si hace falta atados al techo de un autobús o camioneta hasta la casa familiar, y se monta una fiesta de cuerpo presente para todo el pueblo con banda de música y bailables. Aprovechando un alto en el camino ejercimos de intrépidos turistas colándonos en una fiesta de la Famadhiana. La celebración la vivimos muy en primera persona, incluso algunos del grupo acabaron formando pareja de baile con varios familiares de los muertos mientras el resto nos mezclábamos con gente sin saber su verdadero parentesco. La experiencia fue corta, porque debíamos proseguir nuestro largo camino, pero de una calidez humana que no pasó desapercibida para nadie del grupo. Nosotros nos fuimos, pero la fiesta seguía y el alcohol se manifestaba en las caras sonrientes de la gente. Así los dejamos, felices al contar con la presencia de sus muertos, a los que una vez festejados vuelven a enterrar, esta vez para siempre.




Ahora no lo recuerdo bien, pero pondría la mano en el fuego si os digo que desde la primer noche de estancia en Madagascar, un parte del grupo no dábamos por finalizado el día hasta que no saboreábamos un vaso de ron. Y cada noche era una sorpresa diferente, ya que según la categoría del local te podían servir un ron local de dudosa calidad o sentirte sorprendido gratamente con un ron "arrange" de vainilla, baobab, canela, café, etc, etc, que tanto gustan en este país. Estos últimos son los que nosotros denominados licores y que en nuestro país también son de variados sabores. A mí me gustan más los rones a palo seco, pero cuando no había esa posibilidad tocaba arriesgarse y probar un ron cualquiera de los allí expuestos. A veces había suerte y las botellas estaban colocadas en la barra del bar, por lo que era fácil hacer un descarte fijándose en la intrigante apariencia de algunos licores de color sospechoso. Unas veces se acertaba y saboreabas a gusto el digestivo, y otras, tocaba beberse el vaso de un solo trago y sin respirar.



En Madagascar se aprovecha todo de un arrozal. Además de la posibilidad de contar con dos cosechas anuales de arroz, en la época seca los agricultores se pasan al gremio de la construcción y aprovechan el limo seco de los arrozales para fabricar ladrillos. Se ven familias enteras acarreando ladrillos de adobe que van del arrozal al horno para ser cocidos y después depositados en enormes pilas para su posterior transporte. Un trabajo muy duro, sobre todo para los niños y niñas que colaboran con sus padres para aportar más dinero a la familia. En la parte central del país, que es más próspera que otras zonas de la isla, tienen mucha salida estos ladrillos porque se construyen con ellos casas de hasta dos plantas, muchas de ellas con tejado de paja, por donde sale el humo de las cocinas. La contrapartida de esta extracción agresiva del limo de los arrozales por parte de los agricultores es la aparente pérdida de fertilidad de la tierra, que unida a la abusiva desforestación del país, dan como resultado un paisaje sin vegetación, totalmente erosionado, que a vista de pájaro ofrece un aspecto desolador en donde predominan los tonos rojizos.