viernes, 25 de junio de 2010

OFFICIUM



La calle amanece mojada fruto de una tormenta nocturna. Los charcos de agua aprovechan cualquier deformidad del asfalto para hacer acto de presencia. De vez en cuando circula un coche iluminando con sus faros el neblinoso y gélido amanecer. Una berlina alumbra a un hombre entrado en años, paraguas en mano, que se guarece de la humedad con su abrigo de cuello alto. Destaca al fondo de la avenida por su andar acelerado, que le hace brincar con agilidad para subirse a las aceras. En pocos pasos, el hombre llega hasta su lugar de trabajo habitual, la oficina de una empresa situada en un polígono industrial no muy alejada del centro de la ciudad.
El rótulo de ANITUA, S.A. diseñado en vivos colores, destaca en la sobria pared del edificio de una planta. José María anda los últimos metros que le separan de la puerta de su empresa saboreando el calor que lo aguarda tras la amplia cristalera. Antes de entrar en la oficina cruza una rápida mirada a los vehículos estacionados en el parking pertenecientes a las dos personas encargadas del mantenimiento de la empresa. "Ya han llegado al trabajo Juanito y Recuenco". José María ficha a las ocho menos veinte de la mañana, antecediéndose en bastante tiempo al resto del personal.
El hombre deja su abrigo en el perchero, colgado de un extremo, y saca un viejo peine del bolsillo de la camisa para peinarse los cuatro pelos alborotados por el viento. Como todavía es temprano, se da una pequeña vuelta por el pasillo que sirve de comunicación con el resto de los despachos. Toda la oficina se encuentra en la más absoluta penumbra. Ya en su departamento desparrama varios papeles a lo largo y ancho de la mesa, agacha la cabeza sobre ellos, y se dispone a esperar la llegada del resto de sus compañeros.
A las ocho menos cinco se perciben los primeros indicios de vitalidad en la oficina. El personal se saluda a la entrada, entre toses y bostezos apagados. Con gesto resignado registran su entrada en su ficha correspondiente, uno a uno, sin ningún signo de prisa. Aquellos a los que se les ha pegado las sábanas aprovechan la máquina de café para tomarse un austero desayuno aplazado. Pocas ganas de conversación se manifiesta entre los recién llegados.
A las ocho en punto, una mujer con los cabellos alborotados cruza veloz por la puerta de la oficina. Ficha visiblemente malhumorada, torciendo sus pasos hacia el mismo departamento en donde se encuentra desde hace ya tiempo José María. Nada más cruzar el umbral de la puerta observa el semblante serio y concentrado de su compañero delante de varios montones de papeles distribuidos por toda la mesa de trabajo. Desde un primer momento, siente un pequeño escalofrío que delata la evidente irrealidad que flota en el ambiente, fruto de rumores cotidianos grabados en su mente durante tantos años de convivencia. Poco a poco se va iluminando el departamento gracias a la luz que nace del gélido amanecer.
- Buenos días -saluda Lucía a su compañero, mientras se deshace de sus ropas de abrigo.
- ¡Buenos días, Lucía, buenos días! - responde casi cantando su compañero. Acto seguido, José María entona por lo bajo un bolero años cincuenta.
Lucía cuelga su abrigo en el perchero, teniendo mucho cuidado de que no se arrugue. Pasa la mano por encima de la tela, con esmero, fijándose en las pequeñas manchas de barrillo en los bajos de su abrigo. Como consecuencia de esa manipulación un bolígrafo cae del bolsillo de su abrigo, rebotando en el suelo de tarima. La mirada de José María se centra en exclusiva en el trasero bien formado de su compañera cuando ésta se agacha para recogerlo. Lucía observa por el rabillo del ojo la mirada lasciva de su compañero lanzada en dirección a sus curvas. "¡Joder, si parecía dormido el viejo!". En otras ocasiones, Lucía repetía a propósito ese mismo gesto pare burlarse del viejo. En cambio, esta vez había sido un movimiento descuidado fruto del sueño, y por tanto, no le había gustado verse sorprendida en semejante posición. Un tanto resentida, Lucía se sienta en su puesto y distribuye en la mesa todo el material de oficina que necesita. Después, enciende el ordenador y espera a que aparezca el menú de inicio del programa financiero de su empresa.
- Buenos días -Saluda el Director Financiero de la empresa a los dos empleados, acompañando su frase de bienvenida con un gesto de cabeza a uno y otro lado del departamento-. Espero que hayan descansado bien este fin de semana porque tenemos que acabar cuanto antes el cierre del mes. -Esta vez, su mirada se dirige sólo hacia Lucía.
Al mismo tiempo que su jefe abandona el departamento, José María salta como un rayo del asiento siguiendo sus pasos. La disculpa: solicitar la firma para unos cheques urgentes. Lucía se levanta poco después, estira brevemente sus articulaciones y se encamina hacia la fotocopiadora. Cerca de ese lugar se encuentra el viejo hablando con la secretaria del jefe, una señora también mayor y dispuesta a dar conversación. Los cheques firmados se balancean al compás de unas manos, que cada cierto tiempo, se juntan en una pose oratoria de primera comunión. "¡Ya estamos dándole "al pico" otra vez!". Lucía, acostumbrada ya a este tipo de situaciones, se sienta de nuevo en su sitio sin darle mayor importancia. "¡Bah; bastante tengo con mi trabajo!"
José María entra de nuevo en el departamento. En pocas zancadas se sienta en su silla que chirría como si fuera un lamento. Una llamada de teléfono provoca un nuevo quejido de su aposento. "¡Sí...! No, todavía no he terminado el cuadre de cartera. Sí, espero terminarlo hoy. ¡Ah!, que lo necesita para las doce de la mañana. Bueno, entonces habrá que terminarlo ya". Su compañera sigue la conversación telefónica con disimulo, sin dejar de mirar sus papeles. Puede observar el gesto tantas veces repetido en su retina: cabeza hundida entre fardos de papeles, dedos nerviosos buscando respuestas en el desorden, y una mirada de vértigo que intenta descifrar un laberinto de números. "Los mismos hábitos de siempre para justificar la falta de actividad anterior", piensa Lucía.
El tiempo pasa inexorablemente. De nuevo, la mirada de Lucía se centra en la figura de su compañero intentando solucionar la papeleta. Se le ve apesadumbrado. Su mano izquierda responde a impulsos nerviosos que desordenan los pocos pelos que aún le quedan. Para romper la tensión, Lucía le comenta de manera cariñosa que está despeinándose. José María se ríe de la ocurrencia, mientras se compone con coquetería los cabellos utilizando como espejo la taladradora de su mesa. Siguen corriendo las manecillas del reloj y todo seguía igual. "¡Lo tiene claro!", piensa con ironía su compañera mientras termina otra tarea encomendada a última hora por su jefe.
Lucía decide tomarse un respiro. La mujer enciende un cigarrillo rubio con cierta coquetería. El humo asciende hasta el techo formando una pequeña espiral que se va deshaciendo a medida que coge altura. Se entretiene un rato jugando a imaginarse qué figuras será capaz de formar con cada bocanada de humo. Tras apurar el cigarro, otra colilla con la boquilla pintada de carmín se amontona en el cenicero metálico.
Poco a poco, discurre la jornada en la oficina. Lucía mira un tanto nerviosa la hora en su reloj de pulsera. “Ya son las once”. Espera con inquietud una llamada telefónica que le informe del estado de salud de su padre. El hombre lleva varios días en el hospital víctima de un dolor constante en el estómago y los médicos lo tienen en observación. Por fin, suena el teléfono. Al otro lado de la línea, su madre le informa del último parte médico. Las noticias son recibidas entre grandes silencios llenos de preocupación. José María permanece atento a la conversación telefónica. Por el tono de voz de su compañera presiente que las cosas no marchan bien. A pesar del trabajo urgente que queda pendiente encima de su mesa, José María se dirige a su compañera para interesarse por el asunto. Con voz fina de seminarista prodiga frases de consuelo sabedor de que Lucía necesita hablar y desahogarse en esos momentos de incertidumbre. "Ya verás como no es nada grave", concluye con rotundidad José María.
José María aprovecha que ya se encuentra de pié para encaminarse hacia el centro de las oficinas. Junto a la fotocopiadora coincide con una secretaria de un departamento vecino. La empleada no hace mas que quejarse con indolencia del exceso de trabajo que soporta últimamente. José María escucha atento sus razonamientos, con la cabeza inclinada hacia el lado derecho y las manos juntas, como si rezase un padre nuestro. Lucía se levanta también para tomar un café, el tercero de la mañana. Desde el pasillo mira a su compañero por el rabillo del ojo. “¡Cómo raja el tío!”. Lucía no es capaz de reprimir su enfado y observa a su compañero con el ceño arrugado. "Seguro que ahora se tira media hora de cotorreo". No; no ha sido media hora, si no treinta y siete minutos de reloj cronometrados por su alterada compañera. "Va a arder Troya, cuando entre el jefe por esta puerta y se encuentre con el trabajo sin hacer".
Cuando José María regresa de nuevo al departamento y se sienta frente a su mesa de trabajo, Lucía puede observar que la predisposición de su compañero es la misma de siempre: mano izquierda sobre la frente en ademán pensativo, los dedos de la otra mano sosteniendo un papel con cifras punteadas y una concentración que dista mucho de lo que ha sucedido con anterioridad. De vez en cuando, José María mira su reloj con gesto de preocupación.
Definitivamente, las cosas no marchan nada bien para José María. Pasa el tiempo y el discurrir de las manecillas del reloj cobra de nuevo protagonismo. Las miradas de ambos coinciden un breve instante, tras el cual, José María baja su cabeza para reflexionar. Sobran las palabras. Ningún gesto más es necesario para suponer lo que va a suceder en breve. Al final, pasará lo de siempre.
El tenso silencio reinante en el departamento se rompe con una nueva llamada del jefe. "Creo que acabaré el cuadre de cartera sobre las doce. Sí, ya sé que es tarde, es que hay un par de importes que no me cuadran. Sí, lo siento, ya sé que tendría que estar acabado". José María tiene que mentir para salir del paso momentáneamente. El desbarajuste de cifras es mayor de lo que ha afirmado y no se ve solución a corto plazo. Suda por cada poro de su piel a causa de la tensión que está sufriendo.
Sigue pasando el tiempo y la situación se vuelve insostenible para José María. "Es evidente que el viejo no es capaz de terminar su trabajo", piensa Lucía acostumbrada a este tipo de situaciones. Por tanto, decide levantarse discretamente con un archivador y tras situarse detrás de su compañero, echa una rápida mirada sobre los papeles que se esparcen por la mesa de José María. Lucía es consciente de que necesita urgentemente su ayuda para evitar a su compañero una nueva bronca del jefe.
- Acabo de terminar el cuadre de bancos y estas partidas están mal contabilizadas según mis cuentas.
- ¡Ah, sí! Déjamelos ver. Estos dos importes que has marcado en rojo sí los tenía controlados, pero el resto no. ¿Me dejas un momento que lo contraste con mis números?
- ¡Claro, no faltaba más! Espero que te sirva de ayuda para finalizar el dichoso cuadre de cartera que con tanta urgencia necesita el jefe.

lunes, 14 de junio de 2010

LOS COMBATES COTIDIANOS



No soy un experto en comics y sólo de vez en cuando me da por comprar uno, sobre todo siguiendo los consejos de amigos o de reseñas que he leído en la prensa. Eso sí, en casa estamos enganchados a los comics del Corto Maltés y siempre que podemos nos hacemos con un nuevo ejemplar de la colección. Sí, he dicho bien, “siempre que podemos”, porque NORMA EDITORIAL tiene descatalogados varios de ellos con lo que resulta imposible hacerse con toda la colección. Pensábamos que sólo pasaba con la serie de Corto Maltés, pero también nos ha sucedido con otra colección interesante que hemos descubierto hace poco (ya sé que no descubro nada, y que incluso Manu Larcenet que es el dibujante de esta serie anda ahora dibujando otros proyectos más novedosos). Se trata de “Los combates coditianos”, que gracias a los premios internacionales que ha cosechado se ha hecho conocida para el público no especializado. Os aconsejo su lectura, su visión personal que nos muestra unos personajes cotidianos plenos de humanidad. ¡Nada de personajes planos y sin contenido que no sirven ni para hincar el diente! Aquí el guión se cocina a fuego lento y los dibujos se ofrecen emplatados de manera exquisita. Y esa elaboración nos proporciona sabrosas historias para amantes de la cocina casera. De todas formas, os informo que ahora es imposible hacerse en las librerías con los números dos y tres de la colección, pero para eso tenemos las bibliotecas públicas, para solucionar la falta de suministros de NORMA EDITORIAL.

jueves, 10 de junio de 2010

LA MUERTE ES FEA



María se levanta de su cama en mitad de la noche. Abre la puerta del dormitorio y avanza descalza hasta llegar a la cocina. Con un gesto que parece medir la distancia, coge un vaso y se sirve agua del grifo. Una vez apurado, lo deja en la encimera, se encamina de nuevo hacia el dormitorio, y se mete en la cama tapándose con el embozo de la sábana.
Al día siguiente María se despierta bastante cansada. A pesar de que ha dormido hasta bien avanzada la mañana, presiente que algo anormal ha alterado su sueño. Se dirige hacia la cocina con el ánimo de desayunar y recobrar fuerzas. Nada más entrar, se da cuenta de la existencia del vaso vacío en la encimera. “Otra noche que he andado sonámbula por la casa. No me extraña que tenga el cuerpo molido”.
Esa misma tarde María se reúne en el salón de su casa con dos de sus amigas más íntimas, Teresa y Yolanda. El aparato de televisión permanece encendido, pero sin voz. En esos momentos la programación de la cadena está emitiendo el telediario, que ilumina de forma intermitente con sus destellos los rostros de las amigas en animada conversación. De vez en cuando la mirada distraída de alguna de ellas, sin aparente interés por las noticias que se emiten, vuela hacia el aparato de televisión. No obstante, la tensión de la charla entre las amigas parece que no decrece:
- María, deberías cuidar un poco más tu alimentación. Ya sabes amiga mía, que tu corazón es tan débil como el de un gorrión -le aconsejó Teresa con autoridad.
- Creo que no hará falta que te recordemos el susto que nos diste hace un par de semanas. ¡Perdiste el conocimiento cuando estabas sola! Si por lo menos hubiera estado contigo tu hermano Juanito... Pero él nunca está en donde se le necesita -puntualizó su amiga con gesto de fastidio.
- Por favor, si no puedo llevar una vida más tranquila y ordenada desde que me detectaron la dolencia en el corazón. Desde que tuve que ir al médico me han hecho multitud de pruebas y sigo con los controles periódicos. Y en cuanto a mis hábitos diarios no creo que haya ninguna queja: hago tres comidas diarias; ni bebo, ni fumo y tampoco discuto con nadie porque vivo sola. Y, por cierto Yolanda, no creo que mi hermano tenga que sacrificar su vida por estar cuidándome en mi casa. ¡Ya es bastante mayorcito como para tenerlo constantemente debajo de mis faldas!
- ¡Ese es el problema! ¡No tienes porqué vivir sola todo el santo día! Con la pensión de invalidez que cobras te llegaría para pagar a una persona. Te ayudaría en casa y te haría compañía durante unas cuantas horas.
- ¡Yolanda, por favor! ¡No me tratéis como a una niña! Os agradezco vuestro interés por mi salud, pero no necesito tener a una persona para que me vigile día y noche, que es al fin y al cabo lo que vosotras queréis. ¡Tranquilas amigas, no tengo pensado morirme todavía!
En ese instante, el telediario emitía las imágenes horrendas de una matanza perpetrada en un país Centroafricano. Las tres se quedaron mudas en un primer momento, luego Teresa subió la voz del aparato para escuchar con detenimiento la información.
- ¡Teresa, por favor, apaga la televisión que no puedo aguantarlo! -exclamó Yolanda tapándose la cara con las manos.
- ¡Es horrible lo que pasa en el mundo! -afirmó con tristeza María-. ¿Y nadie es capaz de solucionar este genocidio? ¡No lo entiendo, ni lo entenderé nunca!
- Son guerras religiosas en donde la razón juega un papel poco importante. Y si a esa circunstancia unimos los intereses económicos en juego, tenemos como resultado esta matanza de seres humanos –afirmó con rotundidad Teresa.
- ¡Teresa, qué fría eres algunas veces! –saltó de manera espontánea María- ¡Acabas de reducir todo a números e intereses económicos, como si las vidas de los seres humanos no tuvieran valor alguno!
- Sólo sé que a lo largo de la historia la gente se ha matado en multitud de guerras. Aunque a vosotras os parezca horrible ocurre a diario en el mundo. Además, pienso que no se arregla nada analizando esas tragedias, y por eso, no creo que nadie me pueda acusar de ser una mujer insensible y falta de sentimientos; vamos, que no me considero un auténtico bloque de hielo –concluyó Teresa, esta vez con un tono irónico que intentaba romper la tensión generada. Esta última ocurrencia provocó una sonrisa en sus contertulias.
Sus amigas se despidieron a una hora prudencial. Notaban que María se encontraba un tanto cansada y no querían fatigarla más. Una vez que se marcharon sus amigas, María cenó frugalmente y se fue temprano a descansar a la cama. Hecha un ovillo entre sábanas limpias, no tardó mucho tiempo en conciliar el sueño.
“¡Diga! ¿Quién es?” -María, miró atolondrada hacia el despertador. “¡Si son las tres de la madrugada! ¿Quién habrá llamado por teléfono a estas horas? ¡Joder qué mierda, estaba profundamente dormida!”. María se levantó de la cama malhumorada, se calentó un vaso de leche en la cocina y se lo bebió a pequeños sorbos para relajarse. Medio dormida como estaba, no dio más importancia al incidente nocturno.
La oscuridad envolvía el dormitorio de María. Su cuerpo, frágil y liviano, apenas se marcaba bajo el peso de la manta. La noche transcurría de forma plácida y sólo se oía el casi imperceptible tic-tac del reloj despertador.
¡Diga, diga, diga! ¿Quién te crees que eres? ¿Por qué no me contestas, cabrón? ¡Estoy harta de que me llames todas las noches a la misma hora! ¡La próxima vez llamaré a la policía, gamberro!”. Tras este susto, María se vio obligada a tomar un vaso de leche acompañado de un tranquilizante. “¡Esto no hay quién lo aguante! ¡Parece un mal sueño!”. María se encontraba abrumada por los acontecimientos. Lloraba de rabia e impotencia. Ella misma, se sorprendió hablando sola, mientras se enjugaba las lágrimas que resbalaban por su cara. “¡Ya no sé qué pensar; creo que me estoy volviendo loca! ¡Dios mío, sólo se que me he despertado gritando con el teléfono en la mano!”. María, arrastrando su tristeza, volvió a la cama e intentó conciliar el sueño.
Después de varias semanas sufriendo esta pesadilla, María no pudo aguantar más y se lo contó todo a Teresa. Su amiga escuchó atentamente el asombroso relato de los hechos, percibiendo rápidamente la necesidad de ofrecerle la seguridad de su compañía todas las noches que fuera necesario. “Si se trata sólo de un bromista, que se prepare para oír todo lo que pienso soltarle por teléfono. Ya sabes que no me tiembla la voz cuando tengo que decir lo que pienso. Ese cabrón se va a enterar si decide molestarte otra vez”.
Pasaron varias noches sin sobresaltos. Teresa vigilaba el sueño de su amiga y María se sentía protegida con su presencia. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Y gracias a que María estaba más calmada, fijaron de mutuo acuerdo que esa noche sería la última que Teresa durmiese en su casa. Las amigas se fueron relajadas a la cama, que habían decidido compartir desde que comenzaran las llamadas anónimas.
Teresa estaba desvelada esa última noche. Su mirada se dirigía a su amiga, que hecha un ovillo, buscaba el calor de su cuerpo. Pasaban las horas y Teresa seguía sin poder conciliar el sueño. De repente, sintió un leve estremecimiento que nacía en el otro extremo de la cama. Entonces, fue testigo de como repentinamente María se levantaba de la cama para salir del dormitorio. Teresa se levantó también y decidió seguirla a corta distancia. Contempló todos los pasos que su amiga dio de un lado para otro de la casa, manteniéndose al margen, hasta que por fin María retornó a la cama como si no hubiera sucedido nada. Teresa, aunque ya sabía que su amiga era sonámbula, nunca había sido testigo directo de los acontecimientos. Por eso, a pesar de su sorpresa, ella sólo se había preocupado de que no sufriese ningún accidente en todo su recorrido.
Al domingo siguiente, volvieron a reunirse las amigas en casa de María. La conversación giró, cómo no, sobre los últimos sucesos:
- ¡María, vaya situación que has tenido que sufrir! –exclamó indignada Yolanda-. Si hubiera sido yo, habría llamado a la policía al momento. ¡Nunca se sabe con esos gamberros! A lo mejor, es un violador en serie que estaba esperando la ocasión para atacarte...
- ¡Yolanda, por favor, no le metas miedo a María! –cortó tajante Teresa-. No ha pasado nada y creo que estamos haciendo un desierto de un grano de arena. ¡No exageremos! Lo único cierto es que ya se ha aburrido de molestar a María con sus llamaditas.
- Tiene razón Teresa -corroboró María-. Creo que hay que tomárselo como una broma pesada de algún gracioso. Eso es todo. Además, a mí me daría mucha vergüenza tener que avisar a la policía sólo por una gamberrada.
- No pretendo dramatizar más el asunto -prosiguió Teresa-, pero tengo una duda que comentaros. El último día que pasé en tu casa anduviste sonámbula en mitad de la noche, y por supuesto, no eras consciente de lo que hacías. En un momento determinado, giraste sobre tus pasos para ir en dirección al teléfono que tienes en el dormitorio. Y cuando llegaste hasta la mesita hiciste un gesto como de coger el auricular, pero te despistaste sin motivo aparente, y con un andar mecánico fuiste hacia la cocina para servirte un vaso de agua. Y mi pregunta es: ¿como consecuencia de tus paseos sonámbulos por toda la casa, no acabarás alguna vez descolgando el auricular porque crees que alguien te llama por teléfono? -Hubo un silencio embarazoso que volvió a romper Teresa-. Y no creo que sea tan descabellado lo que digo –se defendió Teresa ante la cara de incredulidad de Yolanda, a quién todo este asunto le parecía una exageración-. Ella ha sido testigo de que nadie nos ha molestado en toda esta semana. Además, no quiero echar más leña al fuego, pero en varias de esas noches, María ha dormido muy alborotada, incluso hablaba en voz alta sobre extrañas persecuciones...
- Pero Teresa, ¿cómo puedes insinuar que María se lo ha inventado todo? –Intercedió Yolanda-. ¡Qué poco tacto tienes!
- ¡Por favor, no discutáis! Os doy las gracias a las dos por vuestro cariño, pero... –María cogió aire como el que se agarra a un último asidero para no hundirse-. ¡No sé lo que me está sucediendo últimamente! Al principio, era de la opinión de Yolanda y creía que algún gracioso me estaba jugando una mala pasada, pero de un tiempo a esta parte comienzo a dudar de lo que hago o no hago de verdad. Sí; la versión de Teresa no es tan descabellada como parece. Desde hace poco tiempo esa misma pregunta ronda constantemente por mi cabeza. Por eso, queridas amigas, prefiero no darle más vueltas a este asunto.
Teresa y Yolanda se despidieron de María casi de madrugada. Ella estaba muy preocupada por el tema de las llamadas telefónicas. En el fondo, se sentía molesta por haber implicado tanto a sus amigas con este asunto. No obstante, a eso de las dos de la madrugada consiguió dormirse.
“¡Sí; dígame!¡Dígame! ¿Quién es? ¿Quién es? ¡No; no es posible, otra vez lo mismo! –María estaba desesperada, lloraba histérica presa del nerviosismo-. ¿Será que me lo estoy inventando todo? ¡Dios mío! ¿Por qué me pasará esto a mí; por qué soy una sonámbula? ¡Creo que me estoy volviendo loca!”. María seguía llorando desconsoladamente. Arrodillada junto a la mesilla de noche componía una figura lastimosa, al borde de la desesperación.
A la mañana siguiente María estaba deshecha porque había dormido muy poco esa noche. Las ojeras eran evidentes en su rostro, que como espejo del alma, reflejaba la tensión vivida últimamente. Y sentía que su salud se encontraba bastante más resentida de lo habitual. “Menos mal que mis amigas no me pueden ver ahora. Ellas se preocupan tanto por mi salud que hasta resultan un tanto pesadas cuando me sermonean con sus recomendaciones. ¡Ay, Dios mío! -suspiró María-. Noto el corazón muy alterado, como si quisiera salirse por la boca”. -María intentaba sacar fuerzas bromeando consigo misma.
Un día más, María se encontraba desvelada. Su cabeza daba vueltas y más vueltas a todas las cosas que le habían sucedido de un tiempo a esta parte. Intentaba racionalizar el problema, buscarle una explicación convincente que derrumbase todos esos castillos en el aire que su mente se había forjado últimamente. Estaba claro que ella no quería empezar a dudar sobre aquello que constituía su principal virtud: su fuerza de voluntad; escudo protector contra el que se chocaban todos los problemas.
Pasaban las horas sin novedad, hasta que de pronto sonó el teléfono. Esta vez no había duda, era consciente de estar despierta. Esta evidencia le hizo sentir más miedo todavía. María no se movió de la cama, permaneció paralizada y sin fuerzas. Dejó que el teléfono siguiera sonando hasta que se cortó la llamada. Pero otra vez volvió a sonar el timbre, estremeciendo toda la casa con su sonido estridente. María no sabía qué hacer. De repente, creyó oír un ruido en el pasillo. Sí; alguien andaba sigilosamente por su casa. María se levantó nerviosa de la cama. Dudando, fue hacia la puerta del dormitorio. No podía calmar su respiración incontrolada. Al abrirla, de golpe se encontró con una figura que se abalanzaba sobre ella amenazándola con un cuchillo de grandes dimensiones. Sólo tuvo tiempo de emitir un grito entrecortado antes de que su débil corazón dejara de latir para siempre.
El susto fue mortal. El cuerpo sin vida de María se desmoronó en el suelo de la habitación, hecho un pelele. Sus ojos abiertos aún parecían contar con vida y se dirigían estupefactos a una figura de mujer, con un cuchillo y un teléfono móvil en sus manos. La mujer, era su amiga Teresa, que miraba con inusitada curiosidad a su víctima. Sus fríos ojos observaban la expresión muerta de la cara de María como si quisieran analizar cada detalle de su rostro; como si quisieran atrapar ese momento en el que la energía vital se pierde para convertirse en simple materia yacente. El paso de la vida a la muerte parecía atraer su interés por encima de todas las cosas. Los labios de Teresa se movieron casi imperceptiblemente, como si buscaran las palabras justas para definir lo que estaba observando con tanto interés, hasta que de su boca surgió una extraña frase que hirió el silencio de la estancia: “María, la muerte es fea”.